Las notas del caracol rasgan la suave niebla matinal que
flota sobre el lago de Texcoco, los rayos de sol se comienzan a asomar tímidamente
sobre el este y, lenta y suavemente, como una caricia sobre la piel de la
amante, iluminan la ciudad de Tenochtitlan.
No puedo menos que sonreír y estirarme mientras contemplo el
panorama que se extiende frente a mí; pues aunque la mañana late llena de vida,
frente a la luz naciente la muerte se revela cruda y desnuda en todo su esplendor:
la calzada de Tlacopan que anoche fue campo de batalla hoy se encuentra
sembrada de los cadáveres de los caídos, y, para gloria del Colibrí Zurdo, la
mayoría de ellos son españoles y tlaxcaltecas.
¡Ah, que lástima por ellos! Es la mañana perfecta para sentirse vivo; nada
como el toque helado del agua limpiando la piel tras la carnicería de la
batalla. Y es que ¡Míralos!, si no fuera por los muertos, nadie imaginaría el
caos que se desató anoche, bajo la lluvia, cuando la señal de alarma cruzó los
cielos como una flecha al vuelo avisándonos de la huida de nuestros enemigos.
¡Pobres ingenuos! Pensaron que podían esconderse de
nosotros, refugiarse de nuestra ira. Aún ahora puedo volver a escuchar los
cascos de sus bestias sobre la calzada, imagino sus caras tensas y su hedor a
miedo, atentos al menor sonido mientras marchaban intentando pasar
desapercibidos arropados en la oscuridad del Señor de la Noche para escabullirse
como unos ladrones cualquiera.
Pero cometieron un error, olvidaron que esta es nuestra
tierra, y que el Señor del Viento Nocturno está de nuestro lado: una anciana
que había ido por agua los vio, todos cargados de los tesoros de los que no se
deseaban desprender, y dio la alarma. En aquel momento se desató la locura y
abrió sus pétalos la roja flor de la guerra.
Fue intensa, fue fúrica: los españoles y los perros de sus
aliados peleaban con frenesí buscando salvar sus vidas. Sangre, sudor,
maldiciones, gritos y el golpe sordo de las armas al cortar llenaron el
ambiente; sus caballos espantados se resbalaban arrastrando a sus jinetes en la
caída; de nada les sirvieron su dios y su madre: su codicia era más grande que
ellos y varios murieron en el lago, arrastrados al fondo por el oro robado que
llevaban pegado al cuerpo
.
¡Ah como deben de haber gozado los dioses! Aquello fue una
masacre; los dardos y flechas perforando los cuerpos, los filos de la macuahuitl
mordiendo la carne; valientes que morían gloriosamente en la batalla y cobardes que buscaban huir gritando.
No todo fue perfecto, no logramos capturar a Cortés; varias
veces estuvo a merced de la muerte, de ser atrapado, y todas esas mismas veces
escapó. Se reunió con los restos de su ejército allá por el rumbo de Popotla,
donde dicen que un ahuehuete lo vio llorar su pesar.
Pero ya todo eso pasó, hoy llegó la mañana, y con ella el
limpiar de las heridas y reposar un poco el cuerpo, tomar nuevas fuerzas y
reparar nuestras armas. Y es que, viendo a las aves cruzar el cielo risueño y
sintiendo el aroma de los tules envueltos aún en el rocío matinal, no puedo
evitar una sonrisa: todos ellos son para mí la promesa de que vamos a triunfar;
ya que, bien dicen que, mientras exista el mundo, no perecerá la fama y la
gloria de México-Tenochtitlan.